Capítulo XVI

5 de Diciembre de 1805


XVI
El cuaderno de Berthier
La rendición de Moore


Hablamos animadamente durante una hora acerca del futuro y de las intenciones de ambos bandos. Moore me preguntó por el emperador y le dije que razones políticas lo habían solicitado en París. Una vez más le aseguré la salvedad de sus soldados y él puso a sus médicos bajo las órdenes de Larrey quien lo agradeció, ya que con los heridos ingleses su trabajo se incrementó.

El cirujano inglés, se sorprendió al ver una ambulancia francesa en la vanguardia del ejército francés. Cuando el general fue informado de que el cirujano que atendía a los heridos en la ambulancia era el Barón Larrey en persona, ordenó redirigir la línea de fuego respetando la integridad del médico y su ambulancia.

Comimos una sopa con carne que nos sirvieron junto con una botella de vino que Beresford agradeció. A cambio me invitó a una copa de whisky que tenía entre sus pertrechos, trasladados íntegramente desde su campamento.

-Lo que no termino de comprender, general, es donde estaban sus líneas de defensa. Pensé que una batalla como esta se haría en el desembarco.

-El mando de las defensas- respondió Moore –me corresponde, pero el comando general del ejército está en manos de Sir John Jervis. El ministro nunca estuvo muy de acuerdo con el sistema, decía que era un gasto demasiado excesivo dado que mientras la armada estuviese bien, ustedes no lograrían cruzar el canal con la cantidad de efectivos necesarios. Así que durante años, el presupuesto se fue reduciendo hasta que las líneas defensivas se hicieron menos efectivas. Solo sirvieron como buenos vigías, pero dependíamos de nuestra marina.

Al principio expuse mi contrariedad al plan de Jervis, pero en la medida en que la armada defendía bién la isla mis protestas cayeron en saco roto, ya que el plan de defensa terrestre carecía cada vez mas de razón de ser. Cuando ustedes lograron cruzar nuestras defensas ya no tenían la efectividad del plan original. Y cuando desde Portsmouth nos trajeron la noticia pusimos en práctica el protocolo para estos casos.

-“Puertas ardientes”- La acotación fue de Segur.

Ante mi gesto de incertidumbre (y el de Sebastiani), el comandante inglés nos aclaró el tema:

-Je, je, je… Veo que sus enlaces de espionaje funcionan muy bien, general. Como usted bien sabrá, así se llamó la batalla de la liga griega contra los persas, frente a la isla de Eubea. Se trata de una concentración de fuerzas en un punto donde presentar batalla para detener al invasor. Dada la poca efectividad de las tropas por su gran extensión sobre el terreno, se puso en marcha este plan alternativo. Recibimos el informe de vuestra ruta directa hasta Epson, así que concentramos nuestros efectivos en el lugar donde mejor nos pareció, creyendo que nuestra superioridad numérica y la posición de altura serían factores decisivos. Pero cuando estábamos listos, llegó el informe de Maidstone anunciando que una segunda columna marchaba hacia el Sur de Londres. Cuando esta columna llegó a Watford nosotros ya habíamos tomado las posiciones equivocadas. Aun así nos pareció que las fuerzas estaban bastante equilibradas...

Cuando terminamos de cenar se retiraron a la tienda que se había preparado para ellos, siempre escoltados por ocho soldados que debían custodiar a los prisioneros. 
Había dado indicaciones de transportar sus efectos personales y libros a su tienda y que fuesen tratados como oficiales de nuestro ejército.

También se trasladó a esa tienda al general Beresford quien se mantuvo bastante callado en la cena. En ningún momento pronunció palabra o hizo gesto alguno que contradijese las explicaciones de su comandante.

Sobre la mesa de mi ayudante, Moore dejó su sable y un puñal. Beresford no tenía armas. Pero se esmeró en doblar la bandera británica para llevársela consigo cuando ordené devolverla. Y me pareció mejor entregarle también las demás insignias capturadas a fin de demostrar que no había inquinas personales, solo se trataba de una guerra y ambos cumplíamos con nuestro trabajo.

Ni bien se retiraron, le pedí a Sebastiani que buscase a Bernardotte, que lo despertase si fuese necesario. Cuando el Mariscal entró en la tienda, se le notaba en su cara que no tenía humor para ser molestado durante su descanso.

-Mandó a llamar, mariscal.

-Si, por favor siéntese un minuto y disculpe la molestia pero es importante.

Le ofrecí una copa de cognac para que entrara en calor y le conté el episodio de Puertas Ardientes. Todo el protocolo tal cual me lo refirió Moore. Luego de unos minutos de silencio para la reflexión le expuse mis dudas.

-Ahora póngase en el lugar del comando inglés. Está usted preparado para una batalla contra unos 80.000 hombres que marchan de frente a su encuentro. Y de pronto recibe la noticia de que 27.000 hombres más le ganan las espaldas caminando directamente hacia el objetivo que usted defiende, sin ninguna fuerza que los detenga. ¿Qué haría usted en ese momento?

-Sin pensarlo, mandaría un cuerpo de ejército como mínimo a cubrir el agujero por donde llegarían esos otros. O sea que eso es lo que nos vamos a encontrar defendiendo Londres. Tenía usted razón Mariscal, el dato es muy importante. Gracias.

-Por favor, espere a Lannes antes de entrar en combate, no podemos descartar que la defensa de ese punto esté en manos del príncipe Williams o de alguno de sus hermanos, y si es así usted se encontrará con algo mas que un simple regimiento de frente.

-Así será señor, lo tendré en cuenta.

Cuando me fui a dormir el cansancio me pesaba en los huesos. La tensión acumulada durante el día, la presión de asumir el puesto del emperador, la sensación de que habían generales que no me querían ahí, y sobre todo la necesidad de volver a mi lugar en el tiempo, me aplastaron contra el catre y me dormí acusando dolores musculares en todo el cuerpo. Dolores y miedo al darme cuenta que en ese momento podría estar muerto de no ser por un caballo que se interpuso justo a tiempo.

Durante la noche fueron varios los soldados que estuvieron en la enfermería y muchos más los que quedaban tirados en el campo sin vida. Sus compañeros preparaban sus exequias. Sabían que tenían poco tiempo para descansar, pero los ánimos estaban renovados cuando corrió la voz de que ya no encontrarían escollos hasta Londres. 

Los más viejos, especialmente los oficiales, recordaban la campaña de Italia, donde después de la batalla de Marengo todo fue más fácil hasta llegar al corazón del Imperio austríaco: Viena. Ahora teníamos que lograr entre todo el Estado Mayor, mantener la moral alta, sin revelar la suerte del emperador, hasta lograr los objetivos.

Y eran los objetivos los que me preocupaban. En aquella charla él habló de colocarme de gobernador y poner a uno de los príncipes en el trono. Teníamos que dejar a Inglaterra sin el oro suficiente para financiar otra guerra, y desalojarlos de las colonias. Pero ahora no era tan fácil. La inmunidad que da este cargo alivia las incertidumbres al estar en una posición ventajosa. Pero la responsabilidad de llevar adelante una guerra, de saber que la vida de 150.000 hombres y una nación en ese momento dependen de mí, fomenta el miedo a cometer errores irreparables.

Si ésto fuera una acción histórica normal, tal ves los hechos siguiesen su rumbo sin cambios, sin importar cualquier influencia ajena a su tiempo. Pero yo no recordaba haber estudiado ninguna invasión a Inglaterra. Bueno, la verdad es que no recuerdo haber estudiado nada, y menos historia. Pero había leído algunas cosas interesantes y sabía que Napoleón Bonaparte no había muerto en ninguna batalla. Ni siquiera herido. Fue a partir de la invasión donde empecé a dudar de esta situación. Y ahora, con su muerte en un campo de batalla, la duda se convierte en una certeza que no me permitía seguir durmiendo mas de los 20 minutos necesarios: esta historia estaba siendo escrita de nuevo y yo estaba mezclado en la piel de un personaje, un actor principal, que no sabía que había existido.

La lluvia había parado y ya no recordaba cuando había dejado de soñar y cuando había comenzado a pensar muy despierto en todo esto. Me levanté y encendí una lámpara. Aún era de noche. Me calcé las botas luego de ponerme ropa seca.

Estaba en eso cuando con cara de dormido se asomó un soldado por la puerta de la tienda. Era uno de los que montaban guardia. Me preguntó si necesitaba algo. Vi como tiritaba de frío a pesar de una capa impermeable que usábamos la mayoría de los comandantes, y la guardia del emperador. Le dije que entrase y calentase café para mí y para toda la guardia.

Estos hombres eran unos 50 entre los que tenía yo desde mi llegada a Boulogne y los que “heredé” de Napoleón. Al principio me miraban con cierto recelo, cuando su jefe, Segur, les había ordenado ponerse a mis órdenes según palabras del propio Bonaparte. Se les había informado lo mismo que a los demás, que estaba herido, pero que volvería a ponerse de pie en unos días. Obviamente no se lo creyeron. No se separaban de él ni aunque estuviera enfermo. Se les había preparado para proteger y seguir al comandante en Jefe. Y ahora me estaban siguiendo a mí. Me protegían a mí. Esto significaba que el Sire había sido destituido, o que estaba muerto. Y como vieron la explosión cerca del emperador creyeron esto último sin que nadie se lo confirmara. Pero Segur los había puesto en vereda, sabían que no podían contar nada a nadie o serían enviados al frente de combate. Y ninguno estaba dispuesto a perder su relativo confort por una cosa así. Después de todo (conjeturaba yo solito) al final el Sire estaba muerto.

Cuando el hombre se retiró con el café para sus compañeros, me senté en el escritorio y repasé los nombres de quienes me acompañaban. 

Militarmente podía contar con todos menos con Junot y conmigo mismo. En cuanto al compañerismo… eso era otra cosa. Podía confiar en Junot, Marmont, Ney, Sebastiani y Lannes. No sabía sobre Murat. No me gustaban ni Soult ni Bernardotte. Supuse que había otros en el continente, no solo en Francia, sino también en Nápoles, España, Italia o Alemania, donde gobernaban los hermanos e hijastros.

Analizando todo esto decidí que lo mas conveniente sería que Ney se quedara de gobernador en la isla hasta que se logren los objetivos. Y dejaría a Soult como segundo comandante de Inglaterra. De esta manera, Soult estaría vigilado y los demás volveríamos al continente.

También decidí ascender a Lucas a Almirante, dado que, según la opinión general, Villeneuve no era muy confiable que digamos. No sabía cual iba a ser mi suerte, si podría salir fácilmente de esta historia o si, por el contrario, quedaría atrapado en ella de por vida. Pero en este último caso, si le entregaba el poder a José Bonaparte, necesitaría aliados para no recibir sorpresas en la política francesa.

Tenía a Junot y a Ney, aseguraría a Marmont y a Lannes ascendiéndolos a Mariscales, a Lucas lo mismo en la marina y a varios coroneles a generales. Así tendría un buen apoyo. Segur no me inspiraba confianza alguna, así que lo dejaría bajo en mando de Ney o de Marmont, Sebastiani ocuparía su lugar a cargo de la guardia personal. Y a Antonio lo enviaría con alguna excusa. Estaría mas tranquilo al ver la posibilidad de volver a casa.

El otro punto a resolver era el cadáver de Napoleón. No podía transportarlo por toda Inglaterra y tampoco enterrarlo aquí, en París me colgarían si no lo llevase de vuelta. Decidí buscar consejo con Larrey. Me dirigí a su tienda agradeciendo que la lluvia hubiera parado, y se presagiaba un día seco y quizás soleado.

Cuando Larrey me vio me hizo señas para que aguardara. Se le notaba en la cara las marcas del cansancio, le delataban las ojeras. En la enfermería aún había mucho trabajo. Los médicos corrían de aquí para allá atendiendo en tiempo récord pero todos coordinados por el cirujano. Su sistema era simple: llegaba hasta el herido, lo revisaba, dictaba lo que se debía hacer y los demás lo cumplían. Si había que operar o amputar se ponía de inmediato a hacerlo y dejaba que los otros cosieran, cerraran, cauterizaran mientras él seguía con el siguiente paciente.

Al fondo de la tienda vi que el galeno inglés hacia lo mismo. Casi todos los pacientes que estaban atendiendo eran ingleses ya que los franceses habían sido los primeros. Solo los más graves u operados estaban en la tienda. Los otros eran transportados de inmediato a una tienda aledaña, y cada tanto Larrey se daba una vuelta para ver como evolucionaban. Si no era necesario que se quedasen internados, se iban con la condición de volver al día siguiente para una nueva revisión.

Cada tanto, en la enfermería principal, suministraban unas inyecciones que mitigaban el dolor, aunque eran pacientes en su mayoría que ya estaban sentenciados. Solo cabía esperar su muerte.

Se acercó quitándose los guantes ensangrentados:

-¿Aun mucho trabajo?- Le pregunté

-No ya no. Algunos rezagados pero creo que estamos bien. Lamentablemente los cañones de ellos hicieron muchos estragos con extremidades, tuve que amputar a unos 75, pero los demás no están graves. La mayoría estará en el frente en un par de días.

Avise a los oficiales que sería bueno servir sopa caliente tres veces por día para atenuar el frío. La lluvia atenta contra la salud. El agua se estanca y eso resiente los huesos. Les dije que buscasen entre los cadáveres botas y uniformes enteros, sin agujeros. Deben cubrirse de la inclemencia.

-Estos estuvieron en los Alpes. Están acostumbrados a la nieve y el frío.

-Al frío seco sí, a la humedad constante no tanto. Esa la sienten en París, pero claro, en casa se está mas a gusto.

-Quería preguntarle por el cadáver de Napoleón. Supongo que tendremos que trasladarlo.

-Si. Iba a proponer eso. Será imposible mantener el secreto con su cuerpo a cuestas. Además la solución que le inyecté no durara mucho. Mantenerlo sin descomposición será muy difícil. Lo mejor sería ponerlo en manos de un taxidermista si es que queremos presentarlo en un velatorio formal. Hay algo más. El General de División Le Blond, creo que estaba a cargo de la infantería de Lannes, encontramos su cadáver en la ladera del flanco Oeste. Está mantenido igual que el Sire y otros oficiales menores.

-La pregunta es cómo y dónde. Tengo una idea: trasladarlo hasta Boulogne donde pueda ser conservado hasta que regresemos. Por eso espero el correo de Dover para saber en quien puedo confiar su traslado. Pero una vez allí, no se a quien encomendar.

-Tengo un colega, Dufriche, es muy bueno. Fiel al emperador, lo acompañó en la campaña de Egipto. El es quien está a cargo del cuerpo. Los demás lo saben, pero confío en mi gente. Puedo mandar a Dufriche con instrucciones precisas de mantenerlo en Boulogne, lejos del alcance de miradas indiscretas. Pero usted deberá aportar una guardia que pueda pasar todos los controles.

-Perfecto. Puedo proveer esa guardia, los pondremos bajo las órdenes de Dufriche. Y mandaremos a los enfermos graves y otros cadáveres para enmascarar su traslado.

-¿Cuando quiere hacerlo?

-Lo antes posible. Prepárelo. Ni bien tenga noticias de Dover lo haremos sin más demoras. En cuanto esté listo mandaré a llamarlo a usted y a Dufriche para reunirlos con los hombres de la guardia.

-Si, Mariscal.

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