Dadas
las circunstancias ocurridas durante los “viajes”, es probable
que lo menos interesante sea el principio.
Me
crié en un barrio de trabajadores que creció con esfuerzo de
inmigrantes que no aprendieron el idioma hasta pasadas un par de
generaciones. Italianos brutos con un corazón más grande que la
ciudad. Buenos Aires era prácticamente eso, un conglomerado de
extranjeros orgullosos de ser cada uno más local que el otro. Si
bien cada uno venía de lugares distintos y realidades totalmente
diversas, las razones de estar ahí eran las mismas: sociales,
políticas, económicas, etc.
Mataderos
estaba siempre cambiante, es un barrio acorde con la ciudad que lo
contiene, dinámico, inquieto, pero con cambios y evoluciones tan
sutiles que siempre parece igual por fuera. Recuerdo cuando era chico
que Naón, un minibarrio dentro de Mataderos, no tenía asfalto, y de
pronto se convirtió en la parte más codiciada de quienes vivían en
la pequeña Nueva Chicago. Chalets estilo americano, de no mas de dos
plantas, habían crecido gracias al trabajo de miles de “matarifes”
que faenaban carne en el mercado de hacienda desde las 4 de la mañana
durante más años de su vida de los que podían trabajar. Pasaban
una diez o doce horas diarias alrededor de la esquina de Tellier y
Avenida de los Corrales, esquina que se había quedado en el tiempo
porque solo era el trabajo, la oficina callejera habitual.
Pero
el resto seguía creciendo y mejorando día a día. Del otro lado de
la Avenida Juan Bautista Alberdi, la ciudad se europeizaba y
americanizaba de a poco pero sin detenerse. Las casas seguían siendo
eso, pero mejor revestidas, las aceras se ensancharon y las calles
mejoraban su pavimento. Las escuelas quedaban chicas al igual que el
hospital Salaberry, el cual fue demolido para concentrar toda su
actividad en el Santojany de Liniers, el barrio vecino.
Pizarro
es la tercera calle después de la gran vía comercial y también
seguía el ritmo de las demás como Zelada, Zequeira o Ulrico Shmidl.
Eran calles donde nos juntaríamos jugar a la pelota o con los coches
de masilla. Allí no había comercios ni oficinas públicas, ni
fábricas. Solo casas de familias que se refugiaban del trajinar
diario. No había bullicio. Eran calles anchas, bien iluminadas, con
veredas de baldosas amarilla, arboles de copas altas y redondas,
hojas grandes que solo servían para amedrentar el calor sofocante en
verano, pero se pelaban en otoño para pasar el invierno como
fantasmas de madera, hasta la siguiente primavera.
A
mí siempre me gustó caminar, creo que se debe a un estado nervioso
que otros verían como enfermizo, pero es mi estado natural. De hecho
hoy mismo sigo caminando mucho, pero ahora lo hago de noche,
normalmente después de comer. Pero en esos días en que solo tenía
14 años, caminaba por la tarde, sin importar el clima. Me daba igual
invierno o verano, con lluvia, viento, humedad, calor, daba lo mismo.
Mis ideas se ordenaban con la aceleración de mis pasos y se veían
mejor una vez que paraba. Me produce un efecto que solo encontré
cuando viví junto al mar con un buen chapuzón vespertino. Era como
recetear mi memoria.
Fue
justo allí, en esa calle. Una tarde salí, aburrido de ver
televisión y harto de estar encerrado. Por cosas que supe luego
deduzco que eran la 5 de la tarde y el otoño se había presentado
bastante fresco y húmedo esa jornada. Había vuelto de la escuela y
aun no me había quitado el uniforme salvo la corbata, por lo cual
llevaba unos pantalones finos, una chaqueta azul de paño y un jersey
fino pero abrigado sobre mi camisa blanca. En mi cabeza resonaba una
balada de Serú Giran y no tenía mayores inconvenientes más que un
examen de biología que, una vez mas, me había negado a estudiar.
Normalmente caminaba unas cuantas calles, casi unos dos kilómetros
con sus respectivas vueltas.
Pero
entonces sucedió por primera vez...
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